Me había propuesto enviar un H6 cada quince días, y no lo he cumplido. Este convoy en forma de boletín llega una semana tarde. Y ahora podría listar una serie de excusas de por qué ha sido así, pero me las ahorro. ¿Realmente le importa a alguien, aparte de a mí?
Para mi mente, un retraso de un día significa solo una cosa: tragedia. Significa la puerta del estudio abriéndose a la fuerza, unos hombres de negro cargándome en una furgoneta y un guante mostrando mi cabeza en medio de la plaza Orfila como si fuera un farolillo.
Llevo fatal esto de no cumplir con mi palabra. La gente que ha trabajado conmigo lo sabe —¿verdad, Tiago?—. Si a un cliente le digo que mañanale enviaré algo, se lo tengo que enviar. Y punto. Si no es así, me siento la peor persona del mundo. No tengo palabra. No merezco existir. Ni existir, ni tampoco respirar.
Hay casos en los que es imprescindible entregar algo hoy y no mañana. Me vienen a la mente situaciones como la apertura de un restaurante o la inauguración de un evento: cosas estrechamente ligadas al calendario, vaya. Pero, ¿y el resto de casos? Podríamos pensar que un día no marca la diferencia, ¿verdad? Pues no. Para mi mente, un retraso de un día significa solo una cosa: tragedia. Significa la puerta del estudio abriéndose a la fuerza, unos hombres de negro cargándome en una furgoneta y un guante mostrando mi cabeza en medio de la plaza de Orfila como si fuera un farolillo.
Es la misma imaginación que me lleva a recrear este tipo de escenas la que también me ayuda a desbloquear proyectos a ultimísima hora. Me juego el cuello a que no soy la única. Parece imposible, pero, ante la posibilidad de acabar en la guillotina, el espíritu de supervivencia activa todos los mecanismos neuronales necesarios para llegar a tiempo a una entrega con una calificación superior al suficiente.
Porque me da igual que digan que el corte será limpio y preciso, y que apenas sentiré dolor. Una vez cortada, mi cabeza seguirá consciente durante unos minutos de la desgracia, pero incapaz de articular palabra para convenceros de que esta impuntualidad mía era inevitable.
Así que, con la cabeza gacha, pero todavía pegada al cuerpo: disculpad las molestias. No volverá a suceder.
Ingrid