Hoy agradecería que alguien me explicara por qué se fantasea con dedicarse al diseño gráfico. Ayer observaba a mis alumnas de la Massana mientras trabajaban y sentía envidia. Una envidia que no tiene nada que ver con la que puedan llegar a sentir ellas por cualquier artista o diseñadora consolidada. Hablo de un sentimiento diferente porque, cuando yo me aventuraba en este oficio y admiraba a quienes me precedían, también notaba la presión de la inspiración recorriéndome las venas. Esa envidia me llevaba a decirme: yo también quiero ser eso. Y con ese anhelo se activaba una especie de obsesión por conseguirlo. Observar a quienes tenían un estudio consolidado me servía de faro; me ayudaba a creer que, para llegar allí, solo tenía que remar. Tal vez a otras compañeras les bloqueaba ver lo desmesuradamente bien que lo hacían otros, pero a mí, no. Me atrae la dificultad y lo desconocido como un farol atrae a las polillas nocturnas. Que las ves desde fuera y piensas: ¿qué hacéis tan motivadas? Pues mira, yo soy de esa clase de motivadas. Porque, cuando, perdida en la oscuridad de la monotonía, me encuentro con un poco de luz nueva, me entusiasmo tanto que hasta me creo capaz de convertirme en insecto. En fin.
Tal vez a otras compañeras les bloqueaba ver lo desmesuradamente bien que lo hacían otros, pero a mí, no. Me atrae la dificultad y lo desconocido como un farol atrae a las polillas nocturnas. Que las ves desde fuera y piensas: ¿qué hacéis tan motivadas? Pues mira, yo soy de esa clase de motivadas.
En el estudio me he encontrado a Olga. Estaba tomando café y nos hemos puesto al día. Hacía desde antes de las vacaciones que no nos veíamos, y me ha contado que las Navidades le han ido tan bien. Que adora la ilustración, que lo suyo es definitivamente vocacional, pero que ha disfrutado muchísimo de no hacer nada más que pasear, descansar y cocinar platos ordinarios. La escuchaba mientras daba sorbitos al café que se había comprado para llevar y que, ahora que lo pienso, habrá alargado hasta bien entrada la hora de comer. Porque, si algo caracteriza a la señora Capdevila, es la tradición de procurar no terminarlo del todo hasta que no se levanta de la mesa. Ella habrá vuelto al trabajo con la paz que provoca prolongar el mejor placer de la mañana durante absolutamente toda la mañana. Habrá estado respondiendo correos con el consuelo de poder satisfacer ese deseo una y otra vez, mientras yo, en paralelo, intentaba, una y otra vez, coger el impulso que requiere levantar la alfombra de enero.
Con la disciplina de un campanario, llego al final de la tarde y vuelvo a casa haciendo equilibrios dentro de un autobús abarrotado. Los cristales nos devuelven el reflejo: pulgares pegados a la pantalla y hombros agotados de cargar con los nuevos propósitos durante toda la jornada. Y es frente a esta desilusión generalizada que me pregunto cuán diferentes debíamos vernos cada uno de nosotros el primer día de la vida que llevamos ahora.
¿Cuán diferentes eran nuestros rostros, convencidos de que el entusiasmo por esta nueva rutina sería cualquier cosa menos finito? ¿Cómo podemos evitar agotar por completo la ilusión implícita en todo comienzo? Quizás Olga tenga la clave: siempre hay que dejar un poco en el fondo del vaso.
Un abrazo desde el H6,
Ingrid